lunes, 28 de marzo de 2022

Miércoles

 


Estaba la loza sucia, me había levantado a medio día y le faltaban 45 minutos a la lavadora para terminar, me tomé un vaso de agua fría, baile entre el límite de la cocina y el comedor, cerré los ojos mientras sonaba una canción en portugués de la cuál no recordaba el cantante y fue ahí, en medio de tantas situaciones pequeñas, que me di cuenta de que tenía que escribir, que escribir esto. 

jueves, 28 de mayo de 2020

Lluvia de billetes


Esta historia comienza con un título algo satanizado por la sociedad colombiana, donde nos remite a nuestras peores épocas. Y aunque este cuento habla sobre una época dura, no es por donde se imaginan.

Es la historia de Don Julio Contreras, un hombre oriundo de la Costa Caribe, y que desde pequeño no soltaba su acordeón ni siquiera para dormir. Don Julio conquistaba a sus amores platónicos con notas que salían mientras veía la luna desde su chinchorro y el sonido de la lluvia en invierno.

Cada una de sus notas le recordaba un episodio de su vida, episodios que se volvían canciones y que en cuanto más pasaban los años, más inspiración había en sus letras. Los años pasaron y se convirtió en todo un compositor vallenato, y aunque no era lo que traía dinero a su casa, era la forma de conseguir algo de comida disfrutando lo que le gustaba hacer.

Las cosas se complicaron y en su cabeza dura por ser alguien, se fue para la capital o la nevera como la llaman en todas las regiones de Colombia. Don Julio, su familia y su tropa, como les decía a su grupo de banda, llegaron a Bogotá en medio de ruidos, afanes y mucha mucha lluvia. Los días pasaron y su trabajo como soldador no fue el esperado, tanto así que en una de esas noches de desvelo mirando la luna y escuchando el sonido de la lluvia, pero esta vez desde una terraza al sur de la ciudad, decidió que se dedicaría a lo que siempre lo hizo feliz, cantar. Las cosas fueron muy bien, él y su tropa fueron llenando bares, cumpleaños y hasta despedidas de soltero y cuando estaban en la cumbre, donde se sentían cómodos haciendo lo que les gustaba y donde la comida ya no era un problema en casa, llegó el asesino silencioso, ese que se esparcía como la envidia por todo el mundo, y los bares, los cumpleaños y hasta las despedidas de soltero, no volvieron más, lo que si volvió fue la incertidumbre y el hambre.

Don Julio, tenía que buscar la forma de salir ese agujero al que no había querido entrar, pero que los estaba ahogando a medida del tiempo. Se preguntó si la pandemia también había destruido la sensación de cantar a grito herido y de soltar todo ese sentimiento que el ritmo de la ciudad a veces no nos deja. Cogió su tropa, el acordeón de siempre y su voz, se le metió en la cabeza que las personas no podían vivir sin música, porque cuando eso llegará, sí que sería el fin del mundo.

Su tropa y él se pararon sobre la calle 13 de Bogotá y emprendieron su viaje a los barrios de los ricos en el popular bus del pueblo. Al llegar, se miraron a los ojos, se preguntaron si era la decisión correcta y si, sí les daría resultado. Sin más y con el impulso llevado por el hambre, siendo las 11:03 de la mañana los instrumentos y su voz volvieron a sonar, pero esta vez convirtiendo las ventanas de los apartamentos en los palcos del Festival Vallenato.  

La tropa al ritmo que habían aprendido de los juglares llevó su inspiración hasta el piso 12, desde donde el primer billete de 2.000 empezó a caer y desde donde la esperanza y el amor por la música, los convenció una vez más que hacer lo que nos gusta, también nos pone a prueba para seguir haciéndolo a pesar de las circunstancias.


lunes, 13 de abril de 2020

La distancia


Siempre nos han dicho distancia aquí, distancia allá. Cuando éramos pequeños, debes estar a un brazo de tu compañero, pero nunca hacíamos caso, hasta que nos pedían distancia en la cancha.

El juez imponente cuadraba la barrera, 11 pasos como en el punto del penal, tapábamos lo más importante, la pasión y los huevos.

Cuando el portero quería irse a la fija a tapar el gol, también se adelantaba, pero como ahora, era castigado por robarse distancia.

Es que la distancia nos ha tocado siempre, ver a nuestros ídolos desde lejos, aunque hay unos que no les importa y cumplen su sueño de toda la vida así les toque estar dos días en una estación. Ha sido tanta la distancia, que les gritamos estando a miles de kilómetros, cuando la pantalla es nuestro único portal a ese momento cumbre de nuestro equipo.

La distancia ha estado siempre, toda nuestra vida, respétela.

Quédate en casa.

viernes, 6 de marzo de 2020

Sin título porque esto apenas comienza


Y ahí iba borracho como casi todos los días, en las noches me arrunchaba con la
melancolía y en el día me rodeaba con personas que ni me sentían.

Vagando por la ciudad con la única compañía no más que mis fotografías, pensando si en
algún momento llegará el fin de todas mis vidas. Caminando hacia lugares a los que
siempre iba; sentándome en la misma mesa a ver por la abertura que dividía la puerta y
doña Leonildita.

Mi vida parece un tráiler de película, cambiando de una escena a otra sin sentido,
haciendo eterno el estreno, para que cuando muera se vuelva un éxito.

Estar lleno de historias no es tan bueno, aunque por lo menos así esto no es tan aburrido.
Contando momentos buenos y otros que mejor los olvido, me la pasó inventándole un
cuento de más para impresionar a los que anda por la vida inadvertidos.

Normal, es lo que dice la gente cuando en realidad no ha vivido, encerrado dentro una
pantalla todo el día se las dan de pillos, sus armas no son más que dedos en movimiento,
pero que, al momento de enfrentar y moverlos en pleno aguacero, las esconden porque
no son más que eso.

Hoy me voy a coger mi rumbo al son de un fa sostenido, a mirar por la ventana mientras
pasa un milenio y un leve pensamiento de remordimiento.

Este pecho se va a enfrentar otro mundo, porque el real se le hizo añico. Entre botellas y
un poco de humo, la vida se le fue en un disparo, no por maleante o presumido, solo por

confiar en los que decían que eran sus amigos.

Roberto Puentes



Roberto Puentes

Mi vida, se la han llevado los días

Desde que jugaba con un ladrillo en la mitad de un estacionamiento y sentí el primer
golpe, supe cómo serían el resto de los años.

Acá empieza mi relato, no desde el principio porque no recuerdo, pero sí desde el
momento que importa.

Los noventas se esfumaron, su afán por no estar más en una sociedad que anhelaba
el nuevo siglo los dejó en depresión, como a muchos. Pero tirando baldosa en un
barrio popular de Bogotá, al son de un juglar, al ritmo de la pólvora y con la famosa
desde 1913 en mano se despidió el 99’.

No sé ustedes, pero amo el olor de la mañana después de una noche caótica y el
ruido del viento acompañado de bajos sonidos de un equipo al final de la cuadra, son
el escenario perfecto para mirar hacia arriba, respirar y dejarse llevar.

Aunque haya vivido muchas de esas mañanas incluso de nuevo año, no supero la de
ese año, porque jamás volvió a suceder, jamás se sintió caótica ni tranquila, es como
si se hubiese partido la historia, como si una epidemia se apoderara de todos, de la
alegría, de las risas, de la familia, de absolutamente todo, es como si hubiésemos
querido quedarnos suspendidos en la nada.

El milenio me convirtió en esa persona que se guarda todo, que mira al mundo y
después se le olvida, que vagabundea por las calles sin sentido y que sin saberlo está
al otro lado de la ciudad sin sentido o razón.

En la persona que ríe así tenga los demonios en la espalda, el que ayuda y
acompaña, así se tenga que devolver solo a su casa. Al que se le van las horas por
confiar en personas que nunca van a llegar y que su suerte se va como el humo del
cigarrillo en invierno.

Al que le quitan tan fácil como arrancar el pétalo de una rosa, pero que aún así sigue
soñando como un niño de 5 años que siempre cree que las cosas van a estar bien,
aunque cada vez que lo diga pise caca de perro.

Y para contar rápido esta historia, me resumo en que la noche es mi fiesta, viajo de
bar en bar encontrando a la mujer que me haga suspirar; porque desde que tuve
cédula y antes, me escondía entre las luces del strover para coquetear, pero como
todo perdedor solo conseguía una pupila hacia el techo dejando sus ojos en blanco,
no por placer, sino por fastidio. Ahora soy la persona que visita mundos que nunca
van a ser suyos, que solo espera que la muerte lo venga a buscar.

Al hacer un breve recuento de una vida aburrida y vacía, me miro al espejo y no he
cambiado, sigo siendo ese personaje que no tiene nada más que contar que le gusta

el olor de la mañana después de una noche caótica.

Sabemos cuándo empieza, pero no, cuándo termina


Sabemos cuándo empieza, pero no, cuándo termina

La amistad tiene 7 letras
Como Eduardo, mi mejor amigo.
Y qué les puedo decir de esta amistad…

Así empezó:
Hacia sol, era jueves y dos parceros estaban buscando salvar la sed.
La tienda llena y una mesa vacía, nos sentamos sin conocernos y por educación:
¡Salud!

Sin saberlo ni planearlo nos encontrábamos cada jueves en la misma tienda y en la
misma mesa.

Se creó una relación de parceros.
Tanto que pasaron los días y los meses y…
Edu me estaba haciendo la llamada de emergencia. (Excusa para escaparme de una
cita)

Yo, me estaba riendo de su nuevo look.

Él me estaba haciendo escena de celos por no lo contestarle en todo el fin de
semana.

Nos reíamos juntos de las notas de voz del día anterior cada fin de semana.
Una vez hasta intentamos ser estrellas de rock.

Estuvimos
En los momentos buenos
En los malos
Y en los más o menos
Bailábamos solos en la pista de un bar

Corríamos detrás del carro antes de cada paseo, era ley esa broma.
Sin olvidar cuando obligados nos tocaba gastar la otra…
Un día acabamos la relación con Camila y Laura, porque ninguno aguantó estar sin el
otro.

Y hasta me enamoré de su hermana para no separarme de él nunca.
Desde ese día en la tienda, un jueves, buscando salvar la sed…
estuvimos siempre.

Sabemos cuándo empieza, pero no, cuándo termina.
90 años y esta amistad apenas comienza.

Poker.

Flota



Flota

Desde pequeño atravesé el mundo, llegué a un hotel donde no hablaban mi mismo
idioma, pero que sus abrazos, pellizcos, rasguños, patadas, risas y lágrimas me
hacían sentir en casa. Todos los días llegaban personas distintas: grandes, pequeñas,
gordas, flacas, altas, bajitas, morenas, blancas, criollas y de todo tipo. Todos querían
jugar conmigo, desde el más pequeño hasta el tío calvo que quería entretener a sus
sobrinos con una acrobacia que le enseñó el abuelo.

Las cosas empezaron a cambiar, el hotel ya no me necesitaba, habían cerrado la
piscina, y por cosas de la vida terminé a las orillas del mar y después conociendo su
fondo, algo muy difícil para mí. Las personas ya no me veían con esa misma alegría,
me veían con asco.

Un día alguien me agarró, y cuando creí que mi historia iba a ser como antes, empecé
a sentir un dolor profundo, fue ahí cuando descubrí que partes de mí las estaban
utilizando para reparar llantas de automóviles, me veía en todas partes, vi cómo poco
a poco me quitaban la vida, recordé todo lo que había vivido, lo feliz que era con la
gente y con el agua. Ahora lo más cerca que estaré del agua será cuando prueben si
la llanta quedó bien arreglada.

Pero yo, ¡me rehúso a ser un simple parche con estampados de colores, yo soy un
flotador! No merezco ser otra cosa, así como ustedes tienen un solo nombre, una sola
vida y un solo equipo de fútbol.

NARRADOR:
El rastro de él se perdió con el tiempo, algunos dicen que se puede ver al interior de
llantas que ahora decoran un taller mecánico a las afueras de una fábrica industrial.