Roberto Puentes
Mi vida, se la han llevado los días
Desde que jugaba con un ladrillo en la mitad de un estacionamiento y sentí el primer
golpe, supe cómo serían el resto de los años.
Acá empieza mi relato, no desde el principio porque no recuerdo, pero sí desde el
momento que importa.
Los noventas se esfumaron, su afán por no estar más en una sociedad que anhelaba
el nuevo siglo los dejó en depresión, como a muchos. Pero tirando baldosa en un
barrio popular de Bogotá, al son de un juglar, al ritmo de la pólvora y con la famosa
desde 1913 en mano se despidió el 99’.
No sé ustedes, pero amo el olor de la mañana después de una noche caótica y el
ruido del viento acompañado de bajos sonidos de un equipo al final de la cuadra, son
el escenario perfecto para mirar hacia arriba, respirar y dejarse llevar.
Aunque haya vivido muchas de esas mañanas incluso de nuevo año, no supero la de
ese año, porque jamás volvió a suceder, jamás se sintió caótica ni tranquila, es como
si se hubiese partido la historia, como si una epidemia se apoderara de todos, de la
alegría, de las risas, de la familia, de absolutamente todo, es como si hubiésemos
querido quedarnos suspendidos en la nada.
El milenio me convirtió en esa persona que se guarda todo, que mira al mundo y
después se le olvida, que vagabundea por las calles sin sentido y que sin saberlo está
al otro lado de la ciudad sin sentido o razón.
En la persona que ríe así tenga los demonios en la espalda, el que ayuda y
acompaña, así se tenga que devolver solo a su casa. Al que se le van las horas por
confiar en personas que nunca van a llegar y que su suerte se va como el humo del
cigarrillo en invierno.
Al que le quitan tan fácil como arrancar el pétalo de una rosa, pero que aún así sigue
soñando como un niño de 5 años que siempre cree que las cosas van a estar bien,
aunque cada vez que lo diga pise caca de perro.
Y para contar rápido esta historia, me resumo en que la noche es mi fiesta, viajo de
bar en bar encontrando a la mujer que me haga suspirar; porque desde que tuve
cédula y antes, me escondía entre las luces del strover para coquetear, pero como
todo perdedor solo conseguía una pupila hacia el techo dejando sus ojos en blanco,
no por placer, sino por fastidio. Ahora soy la persona que visita mundos que nunca
van a ser suyos, que solo espera que la muerte lo venga a buscar.
Al hacer un breve recuento de una vida aburrida y vacía, me miro al espejo y no he
cambiado, sigo siendo ese personaje que no tiene nada más que contar que le gusta
el olor de la mañana después de una noche caótica.